September 20, 2005

Una historia del pesimismo

por Enrique G de la G

Para MdV, alegre, optimista

No me extraña el pesimismo de los intelectuales, especie de la que no me considero parte. Todos estamos desesperados, ¿por qué los intelectuales van a ser optimistas? Los intelectuales del “Arte”, curadores, directores de museos, etc. se han vuelto más imbéciles que los propios artistas, y el círculo no tiene fin, pues se alimentan recíprocamente. Ya no trabajo allí. No tengo casi ideas: como intelectual soy un fraude.

CC

El pesimismo espontáneo o instintivo

Una de las reseñas clásicas de la historia del pensamiento pesimista es la obra del inglés James Sully, Pessimism. A History And A Criticism (1877). Sully distingue el pesimismo espontáneo o instintivo del filosófico, inaugurado por Schopenhauer. Antes de Schopenhauer sólo hubo pesimistas diletantes, pues resulta difícil el florecimiento del pesimismo sistemático en un contexto cristiano, por ser hijo de la desesperanza.

Sin embargo, la Biblia, que no es ingenua, retrata el pesimismo, en especial el Libro de Job. Algunos pasajes de los mismos Evangelios parecen pesimistas, aunque al final muestren reluctancia a esta postura. Los personajes más sorprendentes son los discípulos cabizbajos de Emaús. Pero tanto el Job judío, como los ya cristianizados discípulos de Emaús, cuentan con la cubertería necesaria para no dejarse impresionar por el pesimismo renqueante. A Job le es restituida una familia y sus pertenencias se multiplican; a los discípulos de Emaús les basta reconocer a Jesucristo resucitado durante la cena para regresar a Jerusalén.

Acaso el pasaje del Calvario dé la clave para entender las dos posturas frente a un mal compartido. El moribundo Dimas descubre cierta esperanza en medio del suplicio, mientras que Gestas, al rebelarse, atenaza aún más su espíritu. Cristo salva sólo al primero.

Como consecuencia de estas enseñanzas, el cristianismo mira receloso a los pesimistas y enarbola al mismo tiempo la alegría como virtud. Las catástrofes mayores son sólo aparentes en tanto don de la mano amorosa de Dios Padre, previsto por la Divina Providencia. Ni siquiera la lucha ascética cristiana dará lugar al pesimismo: el ejercicio de la esperanza es el salvoconducto del creyente.

Los griegos clásicos, fuera de la enjundia socrática y de la teleología aristotélica, se caracterizaron por su pesimismo trágico. Frente al desesperar de la vida, la mejor solución –la única solución, a veces– es sacarse los ojos para no verla. Teognis exageró aún más: “Sería mejor para los niños no haber nacido… Pero aunque eso sería lo óptimo, si ya nacieron, lo mejor que les podría suceder es traspasar las puertas del Hades cuanto antes”.

El pesimismo es en este estadio la reacción frente a una amenaza perturbadora de la existencia, por lo general buena, organizada, con una patria y un destino. El héroe se distancia de los mortales en tanto sortee las dificultades. Su premio no es sólo el reconocimiento de la sociedad y su imitación, sino el gozo pleno de la vida. En Ítaca, Ulises es el hombre feliz por antonomasia, junto a la fiel Penélope.

Resulta mínima, en cambio, la literatura romana pesimista. Es tan escueta, que el carpe diem! horaciano y el o tempora, o mores! ciceroniano la sintetizan. La crisis general del imperio pudo desembocar en posiciones negativas pero, mal que bien, la sociedad se había ya cristianizado, por lo que fue inmune a cosmovisiones pesimistas.

Sully considera a Hamlet el puente entre el mundo antiguo y el moderno. Las tendencias hacia el pesimismo o el optimismo se desdibujan y una oscura escatología hace acto de presencia. Cierta rebeldía escandalosa para el antiguo, ñoña para el moderno, se divierte con sus primeros guiños. Hamlet se expresa así en el famoso monólogo cuyo inicio ha conmovido a todos los hombres (To be, or not to be, that is the question):

[70] For who would bear the whips and scorns of time,
Th' oppressor's wrong, the proud man's contumely,
The pangs of despised love, the law's delay,
The insolence of office, and the spurns
That patient merit of th' unworthy takes,
[75] When he himself might his quietus make
With a bare bodkin; who would fardels bear,
To grunt and sweat under a weary life,
But that the dread of something after death,
The undiscovered country from whose bourn
[80] No traveller returns, puzzles the will,
And makes us rather bear those ills we have
Than fly to others that we know not of?

[70] ¿Pues quién podrá soportar los azotes y las burlas del mundo,
la injusticia del tirano, la afrenta del soberbio,
la angustia del amor despreciado, la espera del juicio,
la arrogancia del poderoso, y la humillación
que la virtud recibe de quien es indigno,
[75] cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso
en el filo desnudo del puñal? ¿Quién puede soportar
tanto? ¿Gemir tanto? ¿Llevar de la vida una carga
tan pesada? Nadie, si no fuera por ese algo tras la muerte
-ese país por descubrir, de cuyos confines
[80] ningún viajero retorna- que confunde la voluntad
haciéndonos pacientes ante el infortunio
antes que volar hacia un mal desconocido.


El pesimismo filosófico ateo

El terremoto de Lisboa de 1755 es una de las referencias obligatorias en la conciencia europea moderna. Aunque la catástrofe fue cuantiosa y conmovió las fibras de un sinnúmero de hombres, no derribó la esperanza desmedida del proyecto ilustrado. Kant llegó a confiar en el progreso ilimitado. Hegel asomado por la ventana de su estudio en Charlottenburg ante las tropas napoleónicas puede ser el icono emblemático.

Tres fracasos confluyeron en el manantial del pesimismo filosófico: el proyecto ilustrado se vino abajo, el cristianismo fue insostenible y la técnica mostró su faz negatica. El descubrimiento del pesimismo cristiano debido a Lutero aceleró o determinó la crisis del cristianismo. En efecto, la propuesta de Lutero es pesimista hasta el fondo, y para el siglo XIX el protestantismo se decantaba ya hacia un ateísmo inconforme. El determinismo pesimista de corte teológico y los retales de la Aufklärung son el caldo de cultivo donde brotó, casi por generación espontánea, el pesimismo culto. El último paso lo dio la técnica, con sus consecuencias negativas. Por un lado, la alarma ecologista; por otro, la técnica al servicio del mal. Gadamer observa, sobre este último aspecto, que el hundimiento del Titanic fue, entre los intelectuales, el golpe decisivo para desencantarse de la técnica, pero que el grueso de la població lo advirtió décadas después, con los campos de exterminio y la bomba atómica.

Sully no es el único en reconocer a Schopenhauer como el primer pensador del pesimismo sistemático, pesimista en el sentido fuerte, filosófico; se trata de un acuerdo casi unánime. Luego aparecerán sus seguidores: Hartmann, Frauenstädt, Mailänder, Bahnsen, Taubert, Duprel, Preuss, hasta desembocar en Nietzsche. El Weltschmerz se arrastró por los pasillos y escaleras de las universidades y se arrinconó, con plácemes, en las bibliotecas, a pesar del desprecio del mismo Schopenhauer por el mundo universitario. Con la cancilla abierta, el pesimismo contagió a muchos escritores, entre quienes vale la pena recordar a Swift, Mandeville, Byron, Heine, Leopardi, Lenau, de Vigny, Wordsworth, Carlyle y Lamartine.

El siglo XX fue también fructífero. Deben citarse al menos dos nombres, Cioran y Sartre. Algún astuto señaló la diferencia entre Sartre y Nietzsche: el primero se lo tomó todo a broma, incluido el Nobel; mientras el alemán fue tan consecuente, es decir, tan alemán, como para creérsela él mismo y terminar loco. Locuras y suspicacias aparte, es irrefutable el pesimismo de los intelectuales los dos últimos siglos, que serpea incluso hoy.


El pesimismo social europeo

En Europa, más allá de la intelligentsia, la posguerra creó un ambiente pesimista masivo, hoguera alimentada por la bomba atómica y las barbaridades nazis. En Alemania se advirtió con particular claridad. La sociedad germánica, en general crítica, bien informada y con taras históricas recientes, añejó el pesimismo, con la ayuda de escritores y artistas plásticos.

Sin embargo, las esperanzas polarizadas en el Capitalismo y el Socialismo forjaron sendas expectativas a lo largo de la Guerra Fría y moldearon la sensibilidad de esas generaciones combatientes. Los jóvenes del ’68 creyeron en un ideal. Lucharon por él. El fiasco los estancó en un permisivismo moral interesado en la diversión y un bizarro concepto de calidad de vida que privilegia la seguridad económica, la posesión y el reconocimiento público sobre las relaciones humanas. Para ello desarrollaron las herramientas necesarias: tolerancia, trabajo duro cinco días seguidos y crápulas los fines de semana.

Tras la caída del Muro en Berlín, el Capitalismo parecía vencedor y la nueva bandera era la de Hollywood. Con Estados Unidos en boga, acaso en la cima de su historia, el sistema exportaba el American Dream con dádivas extraordinarias, plantando prototípicos McDonald’s en Moscú y el antiguo Berlín oriental. Una economía pujante como nunca antes, el viento en popa y un panorama prometedor. De una u otra forma se iba alcanzando el modelo capitalista, esperado por tantos. De pronto, un acontecimiento irrumpió en la historia y enrareció el ambiente: la mañana del martes 11 de septiembre. El preludio habían sido los Balcanes.

Son dos los principales tipos de pesimismo que cuecen la sociedad contemporánea. Uno viene de Europa, el estético. La problemática es complicada, así que no podremos detenernos en ella. El otro pesimismo, de corte político, es una reacción al poderío capitalista que, en su versión más cruel, llamamos terrorismo.

Un pesimismo político anticapitalista

La clase globalizada par excellence es la clase media planetaria, en tanto goza de facilidades para viajar, lee la prensa internacional, estudia en universidades con profesores extranjeros y posibilidades de intercambio, aprende otros idiomas y es, al menos en un sentido mínimo, crítica. Las aguas de un nuevo pesimismo comienzan a alcanzar a esa clase social. El río político sube de nivel. Nos enfrentamos a una nueva versión del pesimismo, globalizado, de carácter político y depurado por los medios masivos e inmediatos, muchas veces en tiempo real, de comunicación.

Estados Unidos juega un papel decisivo en este terreno, ya sea porque el pesimismo llegue a través suyo, ya sea porque se manifiesta como una reacción contraria a sus maniobras. De él depende, en buena medida, si termina por instalarse o si se vuelve antes de cruzar el umbral. Parece difícil, sin embargo, seguir abrigando el viejo sentir según el cual el pesimismo era una reacción pueril, espontánea, al estilo Sully, o un privilegio de los intelectuales. Como la increencia religiosa, el feminismo, la ecología o tantas otras categorías anteriormente de cúpula, el pesimismo se globaliza.

Los ataques el 11 de septiembre comprometieron dos de los valores nacionales más caros Estados Unidos: la seguridad y, como derivado, la libertad. En efecto, la libertad de movimiento se ha visto interrumpida por las continuas alarmas, la libertad política por la manipulación oportunista e incluso ideológica, la libertad de expresión por intereses particulares y un largo etcétera.

Señalado Osama bin Laden como el responsable último de los atentados, la opinión pública mundial, azuzada por la prensa y el discurso político, esperó con impaciencia su captura. Acostumbrada al cine, esperaba una operación tan impresionante como los mismos ataques. Pero las operaciones militares fallaron y poco faltó para borrar de la faz de la tierra un país lejano, pobre y arabizante llamado Afganistán. La Casa Blanca se sintió urgida a orquestar otra estrategia. El ardid es conocido: el ataque a Iraq tras la capitulación de la diplomacia y los desesperados reparos de la ONU, buena parte de la Unión Europea, el Vaticano y los ciudadanos en las calles.

No hace falta ningún esfuerzo para aceptar el carácter dictatorial de Hussein, inconveniente en primer lugar para los mismos iraquíes. El problema no está allí, sino en los supuestos móviles que animaron a los gobernantes estadounidenses para emprender la guerra en contra de las voces adversas. La engañifa está probada, y se conforma de mentiras, medias verdades, exageraciones y verdades distorsionadas.

La debacle de la guerra interminable llegó a su peor punto cuando se conocieron las torturas en la prisión Abu Ghraib. Luego se han oído acusaciones similares en Afganistán y Guantánamo, donde no rige la Convención de Ginebra. Miles de páginas personales en internet reprueban categóricamente a los soldados abusivos en Iraq; algunos artistas han convertido ya en icono la imagen del preso con un manto y un cono oscuros, sobre una caja con cables electrificados. La mácula está ya puesta en el uniforme militar, y parece difícil de lavar.

El gobierno norteamericano se ha mostrado incapaz para restablecer la paz en Iraq, una tarea elegida por él mismo. Las comparaciones con Vietnam se multiplicaron. Al parecer, los neoconservadores no previeron la posibilidad de las guerrillas, como reconoce David Ignatieff (apud James Atlas, “What Does It Takes to Be a Neo-Neoconservative?”, New York Times). La insistencia de Washington por imponer una democracia (sic) ha sido cuestionada por algunos sectores de la izquierda e incluso por autores liberales. Por un lado parece menos urgente que la obligación de imponer orden dentro de su propia casa tras los escándalos del 2000; por otro, la democracia requiere un contexto determinado para su pausterización, y las condiciones de Iraq resultan insuficientes. Un tercer punto es la comparación de algunos scholars de la crisis islámica contemporánea no con una reforma sino con un renacimiento, es decir, no con un movimiento hacia delante y en pro de la modernización, sino revisionista de las propias fuentes. Entender esta encrucijada es tarea prioritaria de Estados Unidos y los países occidentales (cfr. Nuria Omot, “El mundo islámico, ¿qué es lo que quiere y qué es lo que puede?”, Nueva Revista 94).

La polarización del mundo en dos bloques, etapa que se creía ya superada desde la caída del Muro, está de nuevo entre nosotros, en opinión de algunos. No se trata de una polarización entre naciones, como en la Guerra Fría, sino entre algunas democracias occidentales y grupos terroristas. Muchos estadounidenses (y otros occidentales) ven, tristemente, un terrorista en cualquier árabe o musulmán, sin advertir dos fenómenos esenciales. En primer lugar, algunos países islámicos prefieren la occidentalización a la jihad, como ha observado Niall Ferguson. Turquía es el ejemplo emblemático (“The End of Power”, Colossus: The Price of America’s Empire). En segundo lugar, sólo la quinta parte de los países musulmanes son árabes; el resto abarca un variopinto espectro, desde Malasia hasta Senegal. La sinonimia falaz de identificar terrorista con árabe tiene un muro en la franja de Gaza, muy ajeno –huelga decir– a las pretensiones de aquel otro erigido en Berlín; próximo, en cambio, al de Shi Huandi.

La percepción que el mundo tiene de Estados Unidos, tamizada por los medios de comunicación y las fotografías, los videos, las entrevistas a líderes de opinión y la libertad de prensa, se aleja vez más de aquella antigua fe esperanzadora en el American Dream, y tiende a debilitarse, como subrayara Sasha Abramsky (“Wake Up From The American Dream”, The Chronicle Review). El cariz bélico de la administración Bush, el victimismo tras el 11 de septiembre, el resentimiento por el poderío avasallador de Washington y las finanzas de Wall Street parecen confabularse en ciertos individuos hasta formar una connivencia irracional, instintiva: el deseo de humillar al Uncle Sam.

Estas variables pueden avenir hasta poner en aprietos el American Dream. La crisis sería proporcional a cuán comprometidos estén los mecanismos de la democracia y la seguridad nacional. Carcomidas la seguridad, la libertad y la democracia, el asidero último del Sueño Americano son la tecnología y el nivel de vida. Yaron Ezrahi lo explica así: “Estados Unidos ha sido herido en tanto do-gooder, pero sigue presente [a nivel mundial] en tanto goods-doer” (apud Thomas L. Friedman, “Love Our Technology, Love Us”, New York Times).

A nivel popular, Michael Moore es la voz más crítica de Bush. ¿Será el éxito de Moore sólo un nicho de mercado por el cual no vale la pena preocuparse del todo en términos políticos o un verdadero síntoma de descomposición? ¿Será reflejo de una inquietud grande, capaz de escalar hasta Hollywood y otras fuentes masivas de comunicación y entretenimiento, y desde allí, como agua de deshielo, irrigar los valles de la aldea global y contagiar al resto de la población? El quejoso señor Moore y sus fans son incapaces de reconocer a Bush como una pieza más del engranaje del Imperialismo yanqui, un simple efecto, una munición disparada por la misma escopeta de donde ellos mismos proceden. Aunque Bush y Moore parezcan excepciones, son figuras mainstream, como observara Heriberto Yépez (“El reality film de Michael Moore”, Reforma).

Pero si la clase media estadounidense continúa con cierto desenfado y desinterés característico, con su desprecio pseudorracista por todo aquello distinto de lo American, el resto del mundo tiene serios motivos para aumentar su preocupación. Si esto fuera así, la tabla de salvación será la breve sentencia de Ovidio: Ingenium mala saepe movent (“Las cosas malas saben mover el ingenio”).

San Pedro Garza García. Agosto, 2005.
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