[Ensayo publicado en La Tempestad 54]
La realidad es presentable únicamente en la medida en que uno la construya.
Andreas Gursky
Primer, segundo Gursky
Hace quince años Andreas Gursky abandonó del todo la cámara de película por la digital. Ese trueque invirtió también su propuesta: no sólo las técnicas sino también las estéticas son claramente diferenciables. Es fácil distinguir las fotografías del primer y el segundo Gursky. El primero capta una aguja en medio de un vacío silencioso. Como ejemplos sobresalientes de esa época se cuentan el Teleférico en los Dolomitas y el Valle del Ruhr. Entre la neblina cuelga la diminuta cabina de un teleférico que solapa las crestas rocosas de los Dolomitas. El centro geográfico de la imagen absorbe la atención del espectador: el insignificante vagoncito rojo se torna esencial, ya no sólo por el contraste cromático sino también por ser el único elemento artificial. El teleférico serpea con lentitud entre la quietud eterna de las montañas y el albo callar de las nubes. Por su parte, el Valle del Ruhr presenta a un hombre perdido en la inmensidad del paisaje, inmensidad acentuada por un puente que, como el engañoso ferrocarril de los hermanos Lumière, parece querer escaparse de su prisión bidimensional para embestir al espectador. En el valle del río Ruhr sólo el hombre se mueve, la quietud se apodera de todo lo demás.
Dichos ejemplos condensan los argumentos más recurrentes de Gursky. Diré que son el detalle y la totalidad, el ruido y el silencio –podrían llamarse también movimiento y reposo– y la perspectiva antes que la luz. Estas temáticas son constantes a lo largo de su trabajo, un sustrato común a las dos etapas.
El segundo Gursky invierte la estética. Ya no se trata de un aguja en medio del silencio sino que multiplica las agujas y las disimula en un pajar. Como los detallistas flamencos, Gursky se esmera en lo minúsculo sin comprometer el equilibrio total del universo. “Mis imágenes están siempre compuestas desde dos flancos. En corto, el detalle más pequeño resulta legible. Y a la distancia se convierten en megadibujos”. Como ejemplo sirve la foto de un basurero en algún lugar anónimo, Untitled XIII. La asociación con el albañal mexicano de Yann Arthus-Bertrand es instintiva. La corazonada resulta por desgracia acertada – los desperdicios estremecen a quien haya vivido en México: Gelatinas Art, Gamesa, La Costeña, Sabritas... (Espiamos [M y yo] las reacciones de otros visitantes. Alguno se queja: “Caramba, esta gente no separa la basura”, y se va con un disgusto torcido en la boca. Abundan quienes, como nosotros, se dan a la tarea de leer las etiquetas, pero al margen de las Coca-colas y los m&m’s, no identifican los productos.) Se puede pasar mucho tiempo reconociendo desechos. De pronto se descubre un perro, luego un pepenador a caballo y unas chozas, vochito incluido. Más allá, el mar de inmundicia continúa y continúa hasta fundirse con el horizonte. En esta sentina apestosa de decadencia, el ruido lo invade todo.
Las mentiras bien contadas
Andreas Gursky trabaja en una enciclopedia de la vida. Pero tal enciclopedia es tan sólo otra de las utopías sociales que gusta de cazar, compuesta como está por lugares posibles, no reales. Gursky falsea sus fotos digitalmente para construir una realidad plausible. En su obra, todo es falsificación y mentira – “a las fotos les está permitido mentir”.
Ante los encuadres de lugares milagrosos como las islas del tríptico James Bond Islands, el espectador cándido se rendirá. Luego perderá la inocencia, y acaso se enfadará, cuando sepa que se trata de una composición. Pero pronto se le pasa el incómodo sentimiento de engaño y sólo puede aceptar que Gursky (di)simula como los mejores magos. Las fotomentiras bien contadas de Gursky fascinan en tanto renuevan el viejo recurso de confundir ficción y realidad. Kamiokande, por ejemplo, recuerda más a la Rasā védica –la Estigia del Mahabhárata– y menos a un modernísimo observatorio de neutrinos. Así, la sensación de estar frente a un lugar de ensueño mitológico queda reforzado, ¡no corregido!, al conocer los detalles de inverosímil mitología científica del complejo atómico japonés.
A partir de decenas o centenas de fotos que recorta, edita, manipula y altera, Gursky construye una realidad del todo nueva. Cuida este trabajo de edición y creación con el esmero del miniaturista, trabajo propio de chinos –o alemanes infatigables: lo mismo da–, máxime cuando corrige uno por uno los pixeles de fotografías que llegan a extenderse hasta diez metros cuadrados. Madonna ofrece tantas perspectivas diferentes como si prestara al espectador los cien ojos de Argos para verlo todo. El mejor sitio para disfrutar de ese concierto no es ni la tarima de la cantante ni la zona reservada, sino el del espectador con la mirada fija en la fotografía, con esa panorámica pluriabarcante que escapa de la des-fragmentación cubista. Estos mundos recreados por el fotógrafo fascinan por las pretensiones de totalidad. En ese universo ideal –jamás idealizado– y fabricado a su antojo y conveniencia, Gursky se siente acogido porque los pegostes y costuras van disimulados. Aquí no hay lugar para la artificialidad, sino para el fervor ante un mundo caótico, apretado, exuberante y, sin embargo, aceptable por su verosimilitud.
El propio Gursky confiesa que por ser hijo único siente una debilidad significativa por las multitudes. Para la serie Carne fotografió ganado y masas en conciertos, estadios, desfiles, peleas de box, playas o en abarrotadas casas bursátiles. Mediante exposiciones múltiples superimpuestas, esos recintos se pueblan aún más. Este recurso le permite crear movimientos que centuplican el ruido ambiental, provocando con dichos patrones, repeticiones y pautas la sensación de profundidad. La perspectiva no viene dada ya sólo por las estructuras arquitectónicas, como sucede en la obra de sus maestros Bernd y Hilla Becher o en la de su colega Candida Höfer, sino también por la sonoridad de los elementos en evidente desplazamiento. Sea en medio del caos desorientador o en las estrictas coreografías deportivas, el manejo de las perspectivas conduce la mirada con delicadeza.
Si se entiende con la manipulación del sosiego, el estruendo y la perspectiva, Gursky también sabe vérselas con la luz. F1 Boxenstopp I presenta a los mecánicos de Ferrari-Schumacher y de BMW Williams-Montoya en un halo lumínico propio de Caravaggio. No es gratuita la referencia al maestro italiano, pues el fotógrafo desea sumarse a la tradición pictórica al llamar a su estilo “realismo asistido”.
Ésa es la magia de toda mentira bien contada (sean literaria o fotográfica): se admite en tanto bien contada, al margen del gusto propio o las convicciones personales. Se podrá entonces estar en desacuerdo, pero jamás se negará la maestría de los engaños, nunca contravenir el hecho de que Andreas Gursky sabe mentir: impecable en su técnica, exitoso como ninguno en sus ventas, fotógrafo creador, ilusionista, meticuloso en sus encuentros con la esquiva realidad. ¿Y hay mejor amiga del mentir que ella?
Munich-Berlín. Abril 2007.