[Esta divagación fue publicada sin las imágenes pertinentes, tomadas de Wikipedia, en el tercer volumen de Cuaderno Salmón.]
«Como que no había razones para rejuvenecer».
Prójor (en Sangre extraña, de Mijail Sholojov)
Ufano me aparto del nostálgico tañedor de baladas a Plutón, de quien con un ribete negro amarró una cartita lacrada en papel Saint Louis a un globo aerostático lleno de helio para despedirlo. ¿Tristes por qué, porque perdimos un planeta? Todo lo contrario. De antemano me divierte la posibilidad de contar a los futuros niños que nací en un sistema planetario ya desaparecido, como los armenios que nacieron rusos o los islandeses que nacieron daneses pertenecen también hoy a países distintos de aquellos que les expidieron el acta de nacimiento.
Y aunque favorezco la idea de estrenar sistema planetario, no la aplaudo. Algo me ha dejado resquemor. Desde épocas antiquísimas hasta ahora, nuestras creencias astronómicas habían sintonizado con nuestras edades culturales: los egipcios divinizaron a los cuerpos celestes, los helénicos titubearon entre una astronomía primitiva y una mitología caduca, los medioevales se ocuparon más del Cielo que del cielo, hasta que Galileo contrarió a la Iglesia y la física moderna comenzó a desentrañar algunos misterios galácticos y a plantear otros aún más oscuros… El siglo XX terrestre fue en muchos sentidos un collage de acciones típicamente adultas. Por eso no concordaba el advenedizo Plutón.
Plutón ha estado envuelto entre aromas y ropitas infantiles. No sólo por su minúsculo tamaño, mucho menor que la luna misma, con una superficie comparable a la de Rusia, ni tampoco solamente porque su presencia en nuestra historia planetaria fue más bien meteórica, a diferencia del eterno sol o la milenaria luna. No. Sobre todo por su halo anecdótico, por no decir de leyenda.
Las historias comienzan con un astrónomo de El Paso, un tal Lowell, quien predijo la existencia de un Planeta X hacia 1915. Poco después, Clyde Tombaugh, de 24 años, lo ubicó. Mientras los estrictos científicos debatían por el nombre, una niña de Oxford sugirió a su abuelo el nombre Plutón. Con diligencia corrió la propuesta, y se adoptó pronto. La historia de “la niñita que bautizó un planeta” se hizo popular, y aparecieron el perro Pluto y otras manifestaciones de estereotipo. Igualmente encantadora es la historia de la cápsula con cenizas de Tombaugh que partió a bordo de New Horizons rumbo a Plutón hace unos meses, en un viaje de nueve años, acaso para cumplir un sueño infantil de no ser enterrado sino espaciado. Desde su descubrimiento, la candidez rodeó a Plutón, al fin defenestrado y relegado con el adjetivo de enano.
Hoy aplaudiría si los astrónomos de la Unión Internacional Astronómica hubieran sido más bonachones para que incluyéramos en nuestro sistema solar, en calidad de planetas, algunos cuerpos del Cinturón de Kuiper. Sobre todo –y ésta es mi debilidad astronómica más reciente, después de haber presenciado un inmenso gajo de luna carmesí, sonrojada por la proximidad de Marte, surgiendo de las aguas mediterráneas como una venus boticelliana– sobre todo, digo, habría querrido que pudiéramos contar entre los planetas a ese objeto transneptuniano clasificado como 2003EL61, y que familiar, cariñosamente llaman Santa, por Santa Claus, porque se le detectó poco después de la navidad del 2004.
2003EL61: la mandarina cósmica y sus semillas satelitales.
Como su nombre lo indica, 2003EL61 refleja el estado de nuestra época. El mote de Santa no es una concesión candorosa sino un antifaz acientífico para ocultar aposta la malicia adulta. El escandalín académico en torno a su descubrimiento funge como la contraparte de aquella inocencia plutoniana desechada: unos españoles accedieron por internet a ciertos archivos privados del Caltech, donde estaba ya registrado ese objeto de contorno mandarinesco que es 2003EL61. Muy hábiles, los investigadores de Sierra Nevada se adelantaron una semana al anuncio californiano del descubrimiento. Aún festejaban cuando se reveló la engañifa. No hubo jovencitos brillantes ni tampoco niñas dulces que charlaran con su abuelo sobre astronomía; se apreció un puro desenfreno por el prestigio y la ambición, la falta de ética y un exceso de ambición.
2003EL61 (extrama izquierda) en comparación con la tierra.
Santa hace visible otro rasgo prototípico de nuestra era: la velocidad. En su movimiento de traslación tarda sólo cuatro horas. El golpe tremendo que le imprimió tal celeridad le fracturó, de paso, dos pequeños satélites. Se presume que el girar vertiginoso le ha dado esa fascinante figura oblonga, muy acorde con el espíritu inconforme de nuestras generaciones.
Si el último agosto se nos hubiera permitido contar a Santa entre nuestros planetas, nuestra forma de pensar habría cambiado radicalmente al librarnos de la dictadura de la esfera. Comenzaríamos a familiarizarnos con la cultura de lo oblongo. Los deportes que requieren artefactos esféricos, desde el polo hasta el pingpong, inaugurarían una subespecie deportiva a jugarse con nuevos balones, mientras que el rugby pondría en serios aprietos a la FIFA, pudiéndola conducir incluso a la bancarrota. Acaso la torre de televisión berlinesa llegara también a mudar su forma para ¡de una buena vez! eliminar ese crucifijo solar que irritó a los comunistas. El esfuerzo por construir la esfera perfecta perdería popularidad, así como las representaciones de Cristo Rey con un globo coronado por una cruz. Se convocaría a un concurso para hacer la versión moderna de Giovanni Arnolfini y su esposa con un espejo oblongo detrás, o, probable, paradójica y naturalmente, tendríamos al Astrónomo de Vermeer más interesado en Santa que en la Tierra.
La esfera más redonda jamás creada, con una asimetría de 40 átomos.
¡Pero quién sabe! Acaso me equivoque y no acierte a entender que lo auténticamente adulto y contemporáneo sea reunirse en Praga para votar una nueva definición de planeta sin detenerse a considerar si el modelo resultante muestra, como era ya tradición –o no: para marcar una ruptura–, ese paralelismo entre astronomía y edad cultural.