Thomas De Quincey
Urbe líquida y patronazgo lumínico
Amsterdam es menos una ciudad que una novela rosa bien vendida. La trama desarrolla el maridaje del agua y la luz, y su personaje principal es la ciudad duplicada en la epidermis del río Amstel y sus cien vástagos. Ahí fluye todo con facilidad y sin resistencia. Lo único sólido en la ciudad, además de los puentes traviesos, son las fachadas: icebergs de ladrillo que resisten al flash japonés. Todo lo demás es ornamento en esa novelita que puede antojarse artificial por momentos.
El espejeo de los canales representa –indiscreto– lo que acontece uno, dos metros arriba. Flujos vertiginosos de sol, golpes lumínicos, nubes de eclipse, sombras de la sombra como temió Platón: todo conspira en la superficie acuática para repetir la realidad, que permanece intacta mientras un japonés la enclaustra en una tarjeta minúscula de memoria digital, justo antes de que un bote la rompa.
Pisar Amsterdam es duplicarse, estar arriba y verse abajo, ser observado desde todos lados, imbuirse, ahogarse en el agua, un mundo sin restricciones. Todo es reflejo y transparencia, todo libertad. Es natural, pues, que en Amsterdam no exista lo privado. En el agua se notaría todo, todo vuelve a suceder. Amante de lo transparente, Amsterdam se ha esmerado en echar abajo lo opaco y lo sólido. Las vitrinas de la Walletjes y los edificios de cristal Koolhaas son maquetas de la duplicación obrada en los canales.
Amsterdam ha devenido pues la novela favorita de la juventud noreuropea. La ciudad se lee como un best seller en el que no falta lo interesante, lo divertido, lo actual y contemporáneo, tampoco lo emocionante. Allí no hay extremos. Todo es visto con naturalidad, como transfiguración de la libertad victoriosa. La transparencia es el resultado predecible de las oleadas de luz y las corrientes límpidas de agua. Donde el aire y el agua son los elementos más preciados, todo es transparente, y donde todo es transparente la oscuridad y el secreto quedan desterrados. En la novelita no hay cabida para lo repugnante y violento.
Caravaggio-Rembrandt-Vermeer-Vincent-Greenaway
Nacidos en el mar o donde antes estaba el mar, los holandeses se solazan en la luz y el agua. Habituados a esa duplicación –o tal vez asaltados por ella–, no es casual que los mejores artistas holandeses sean pintores. Sus pupilas atraviesan el aire y descansan en el agua, en esa otra realidad que el centelleo líquido les ofrece. Primero Rembrandt, luego Vermeer y por último Van Gogh, todos ellos encontraron en la luz el argumento de su obra. Vermeer no temió agregar el agua y logró vedute como el Paisaje de Delft, el cuadro en el mundo que gustaba más a Proust.
Cuando se avecindó en Amsterdam, el joven Rembrandt van Rijn (1606-1669) se propuso trascender por su nombre de pila y no por el apellido. Había admirado ya la obra del maestro Caravaggio, muerto cuando era apenas un niño. Abrió un taller en el que pronto se amontonaron los aprendices. Enseñó a sus discípulos a poner capas de pintura más gruesas en los reflejos, y otorgó así a la luz un estatuto corpóreo. Si uno estudia el brillo de los ojos o las armaduras o las superficies bruñidas advertirá que la pintura se coagula en el lienzo.
Frente a esos óleos se demoró Van Gogh siglos después, en especial frente a La novia judía. Cuando la vio en el Rijksmuseum quedó maravillado; pidió al amigo que lo acompañaba que no le esperara, y mientras aquél recorría el resto de las salas, se arrellanó en un banco y la contempló sin parpadeos. Llegó el momento de irse, que hizo no sin una queja, y escribió pronto a Theo su hermano que podría pasar dos semanas admirándola. Van Gogh condujo su técnica según el principio rembrandteano: que la pintura dé alegres brincos allí donde hay mucha luz. Pero, ante todo, lo que aprendió del maestro fue a ver, lo que para un pintor significa, en esencia, vivir.
Para conmemorar el cumpleaños 400 de Rembrandt se expusieron este verano algunas de sus obras en comparación con Caravaggio. El Prof. Peter Hecht, el curador, ofrecía duplas con semejanzas a descubrir, paralelismos a analizar y diferencias a constatar. Otra exposición más pequeña mostraba los vínculos de Van Gogh con Rembrandt. Él también quiso ser recordado por su nombre de pila, y firmó siempre: Vincent.
El cuadro consentido de los holandeses es De Nachtwatch (La guardia nocturna), firmado por Rembrandt en 1642. Sobre este óleo ha preparado Peter Greenaway una magnífica instalación. Multiplicando, según la usanza holandesa, el lienzo en pantallas, Greenaway enseña a verlo con otra mirada. En un primer módulo, se narra la historia de un crimen a propósito de los personajes, todos perfectamente identificados. La veracidad o ficción de lo narrado queda en duda, como en todo juego de reflejos. El segundo módulo quiere parecerse a un cine en el que, sin embargo, la pantalla no es blanca, sino el inmenso cuadro de marras (363 x 437 cms.). Sobre él, Greenaway ha rodado un juego de luces y sonidos. Si el cineasta elige la pantalla alba, Greenaway ha optado por una obra maestra. Sobre ella teje. Las maniobras audiovisuales del pseudocortometraje encierran una enseñanza incluso para el veedor más agudo. Es un ver y un oír sin más, pura recreación de los sentidos: un perro ladra, un relámpago rasga la noche, un aguacero se deja venir, el tamborilero marca el paso… El cuadro de Rembrandt se transfigura y uno se ha ejercitado en el arte de ver con nuevos ojos, a inmiscuir con curiosidad e imaginación infantiles el oído.
Lo bugabú
Fuera de los museos se aprenden cosas muy diferentes, por ejemplo, que las carreolas Bugaboo son holandesas. Prodigios del diseño industrial, parecen salidas de otra realidad, y sólo cuadran en esta ciudad-novela. Quien transporta a su hijo en un cochecito de ésos se posiciona en un status homónimo. Los cochecitos anaranjados pululan por las calles, se arrojan envalentonados puente arriba, interceptan el paso de las aún más numerosas bicicletas, o se deslizan frenéticos a lo largo del barandal río abajo. Entre los vecinos de Amsterdam existe un mundillo bugabú desconocido al ajetreado turista.
Una familia bugabú aprovecha el domingo estival para perderse por los canales y montarse un picnic, cómo no, acuático. Allá abajo la luz es otra, con aroma de brisa. El laberinto de arroyos, ideado para confusión de los peces, es una prolija red vial que repite muy holandésmente, como siempre, la maraña de asfalto.
La banca más próxima sirve para contemplar el golpeteo infinito de rayos de sol en el agua y, más allá, las caravanas de bicicletas. Se sabe que las bicicletas holandesas tienen un manubrio distintivo, de forma que la espalda vaya recta y los brazos altos, como quien monta a caballo. Eso observo cuando un armatoste bugabú con un niño zanahoria me parecen un desafío insuperable para la señora que está a dos metros de mí; me apresto a echarle un mano. Pero nada es imposible para una holandesa bugabú, ni siquiera emplazar el vehículo y al crío en su lancha. Conmovidos por la gentileza mexicana, nos invitan a hacer un recorrido bugabú, que terminaría durando 90 minutos (la medida reglamentaria este verano).
Cualquier holandés es notoriamente más flexible que cualquier alemán, mucho más simpático, más amigable, y desconoce el distanciamiento de su primo germánico. Quién sabe si a base de golpes guturales y proliferación de jotas y ges, de haches aspiradas y erres atoradas entre las amígdalas no ha terminado por aprender a respirar por la boca. El holandés tiene siempre la boca un poco abierta, aspira mucho aire.
Estamos con una familia bugabú común y corriente. Él es trabajador, divertido, manufacturador profesional de euros, un tipo tranquilo. Dice ser banquero; conoció a su mujer en Chicago; hace años que no se asoma por los museos. Ella dueña de modos desenvueltos. Está parapetada tras unas inmensas gafas oscuras que un soldador envidiaría pero de marca italiana. Según dicen, en Amsterdam abundan los jóvenes, los solteros, la gente que disfruta una vida mínima en compromisos, y también algunas familias asentadas fuera del nudo central.
Pronto embarcan otros amigos suyos y se anima la conversación. Nos hablan con orgullo de los Países Bajos, otra diferencia con los tedescos. Por las bocinas timbra el violín de André Rieu, amado en la cultura bugabú. Nos invitan a disfrutar algunas novedades culinarias. La recomendación más bugabú es reconciliar platillos de calidad con la cerveza. Para botanear, la abacial, clara y fuerte Affligem y un poco de foie gras. El platillo es arenque con cebolla, todo muy fresco. El arenque es el pescado más apreciado aquí, y se toma con Wieckse Witte, una cerveza blanca con un rumor a cilantro. La Affligem se repite al final, con chocolate, como postre.
Existe un patrón en todas las barcas: los hombres se sientan en la popa y gobiernan el timón. No conversan, sólo dicen ocurrencias y bromas, ven siempre hacia el frente sin intercambiar miradas, disfrutan la música y sonríen al agua, al sol, a la vida, a lo que venga. Las mujeres se disponen a babor y estribor, para verse unas a otras de frente mientras conversan. Los niños, si los hay, van siempre en proa predispuestos a la Fanta que, a fin de cuentas, por su coloración, les inspira confianza. Se entretienen todo el tiempo destruyendo con varitas o piedras el espejo de ciudad en el agua que se les aproxima. Son los únicos que mirando al agua escapan a la duplicación. Acaso terminen echando por la borda la civilización bugabú: ya comienzan a separar las mandíbulas para colmarse de aire y luz. Desde la orilla, un japonés atestigua nuestro paso por el óculo de su cámara; sonríe y agita su mano como todos los personajes de esta novelita tan feliz, tan rosa.
Amsterdam-Berlin. Junio, 2006.